A 135 años del fallecimiento de un gigante: Carlos Marx
Discurso frente a su tumba, por Federico Engels
El 14 de marzo, a las tres menos cuarto de la tarde, dejó de
pensar el más grande pensador de nuestros días... Apenas le dejamos dos minutos
solo, y cuando volvimos, le encontramos dormido suavemente en su sillón, pero
para siempre. Es de todo punto imposible calcular lo que el proletariado
militante de Europa y América y la ciencia histórica han perdido con este
hombre. Harto pronto se dejará sentir el vacío que ha abierto la muerte de esta
figura gigantesca.
Así como Darwin descubrió la ley del desarrollo de la
naturaleza orgánica, Marx descubrió la ley del desarrollo de la historia
humana: el hecho, tan sencillo, pero oculto bajo la maleza ideológica, de que
el hombre necesita, en primer lugar, comer, beber, tener un techo y vestirse
antes de poder hacer política, ciencia, arte, religión, etc.; que, por tanto,
la producción de los medios de vida inmediatos, materiales, y por consiguiente,
la correspondiente fase económica de desarrollo de un pueblo o una época es la
base a partir de la cual se han desarrollado las instituciones políticas, las
concepciones jurídicas, las ideas artísticas e incluso las ideas religiosas de
los hombres y con arreglo a la cual deben, por tanto, explicarse, y no al
revés, como hasta entonces se había venido haciendo.
pero no es esto sólo. Marx descubrió también la ley
específica que mueve el actual modo de producción capitalista y la sociedad
burguesa creada por él. El descubrimiento de la plusvalía iluminó de pronto
estos problemas, mientras que todas las investigaciones anteriores, tanto las
de los economistas burgueses como las de los críticos socialistas, habían
vagado en las tinieblas. Dos descubrimientos como éstos debían bastar para una vida.
Quien tenga la suerte de hacer tan sólo un descubrimiento así, ya puede considerarse
feliz. Pero no hubo un sólo campo que Marx no sometiese a investigación -y
éstos campos fueron muchos, y no se limitó a tocar de pasada ni uno sólo-
incluyendo las matemáticas, en la que no hiciese descubrimientos originales.
Tal era el hombre de
ciencia. Pero esto no era, ni con mucho, la mitad del hombre. Para Marx, la
ciencia era una fuerza histórica motriz, una fuerza revolucionaria. Por puro
que fuese el gozo que pudiera depararle un nuevo descubrimiento hecho en
cualquier ciencia teórica y cuya aplicación práctica tal vez no podía preverse
en modo alguno, era muy otro el goce que experimentaba cuando se trataba de un
descubrimiento que ejercía inmediatamente una influencia revolucionadora en la
industria y en el desarrollo histórico en general. Por eso seguía al detalle la
marcha de los descubrimientos realizados en el campo de la electricidad, hasta
los de Marcel Deprez en los últimos tiempos.
Pues Marx era, ante todo, un revolucionario. Cooperar, de
este o del otro modo, al derrocamiento de la sociedad capitalista y de las
instituciones políticas creadas por ella, contribuir a la emancipación del
proletariado moderno, a quién él había infundido por primera vez la conciencia
de su propia situación y de sus necesidades, la conciencia de las condiciones
de su emancipación: tal era la verdadera misión de su vida. La lucha era su elemento. Y luchó con una
pasión, una tenacidad y un éxito como pocos. Por eso, Marx era el hombre más odiado y más calumniado de
su tiempo. Los gobiernos, lo mismo los absolutistas que los repulicanos, le
expulsaban. Los burgueses, lo mismo los conservadores que los ultrademócratas,
competían a lanzar difamaciones contra él.
Marx apartaba todo
esto a un lado como si fueran telas de araña, no hacía caso de ello; sólo
contestaba cuando la necesidad imperiosa lo exigía. Y ha muerto venerado,
querido, llorado por millones de obreros de la causa revolucionaria, como él,
diseminados por toda Europa y América, desde la minas de Siberia hasta
California. Y puedo atreverme a decir que si pudo tener muchos adversarios,
apenas tuvo un solo enemigo personal.Su nombre vivirá a través de los siglos, y
con él su obra.
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